Orígenes y destinos
Mis padres: una historia entre letras y distancias
El destino, a veces, se escribe en la tinta de una carta, en el trazo incierto de una pluma que ignora la trascendencia de sus palabras. Así se cruzaron los caminos de Carlos Antonio Poratti y Ana María Galíndez, en los trazos de la providencia del Omnipotente, donde la distancia no fue un obstáculo, sino el preámbulo de un encuentro ineludible.
Carlos Antonio Poratti nació un 13 de julio de 1944 en la localidad cordobesa de General Levalle, hijo de Juan y Adela Pérez. En aquella tierra de silencios y llanuras, recibió el bautismo en una parroquia franciscana, como si desde su cuna el soplo de lo sagrado ya marcara sus pasos. Siendo aún niño, sus padres lo llevaron de regreso en tren a la ciudad de 9 de Julio, de donde eran oriundos. Allí transcurrió su infancia y cursó sus estudios, graduándose como técnico en tornería. Allí, en la vastedad de la llanura pampeana, forjó su carácter y cultivó su espíritu inquieto, aquel que lo llevó a estudiar a distancia, a desafiar con su empeño las limitaciones impuestas por el tiempo y el espacio.
Desde joven, el trabajo no fue una opción, sino una necesidad: los campos de su familia lo vieron crecer entre faenas rurales, mientras en su interior germinaba una inquietud inesperada. Así fue como, desafiando las limitaciones de su entorno, estudió cinematografía por correspondencia en un instituto de Los Ángeles, California. Su destino, sin embargo, lo llevó a la ciudad de La Plata, donde el 31 de julio de 1980, tras años de intercambio epistolar con Ana María Galíndez.
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Ana María Galíndez es la niña de pie de la izquierda, la que tiene el gorrito. La otra joven de pie es Nidia. La niña que está agachada es Beatriz. |
Había sido Graciela, la hermana de ella, quien la había impulsado a responder a una invitación con la que se toparon. Era una publicación que Carlos había escrito en un diario, según una moda de la época. Y en la tinta de aquella correspondencia la Divina Providencia empezó a dibujar la silueta de un futuro compartido. Así, el 31 de julio de 1980, en la ciudad de las diagonales, se unieron en matrimonio, sellando con un voto lo que antes habían hilado con palabras.
Juntos comenzaron su vida en una casa cercana a Plaza Castelli, en la calle 66 entre 23 y 24, donde los días se poblaron de rutinas compartidas y sueños nacientes. Y así transcurrió su historia, tejida entre la fe y la constancia, hasta la última noche en que Carlos Antonio dejó este mundo, llevando sobre su pecho el escapulario del Carmelo, signo de la esperanza que jamás abandonó su alma. Fue un 13 de agosto de 2015.
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Ana María Galíndez llegó a la vida un 13 de mayo de 1951, en Plaza Huincul, Cutral-Co, en la provincia de Neuquén, un día consagrado a Nuestra Señora de Fátima. Nació en una tierra que aún era colonia, donde las familias se resguardaban en carpas o en frágiles casas de chapa, mientras el viento patagónico azotaba sin tregua. Hija de Mauricio y Flor Dodero, fue una de las tres hermanas del matrimonio, junto a Nidia Cristina y Beatriz María; además, tuvo un hermano, Roberto. De niña, compartió estudios con su prima Graciela Dodero, y en su juventud, la belleza de su espíritu y su presencia no pasaron inadvertidos: fue elegida como la joven más bella de su ciudad, honor que la llevó a recorrer sus calles en carruaje, bajo la mirada de un pueblo que la aclamaba. Su vida se apagó el 16 de abril de 1994, dejando tras de sí el eco de su risa y la huella imborrable de su amor.
AbuelosJuan Poratti: el peso de un destino
Adela Pérez: fortaleza en la adversidad
Mauricio Galíndez: el orgullo de un nombre
Mauricio Galíndez, padre de mi madre, nació en 1911, hijo de José Lino Galíndez y Encarnación Barragán. Llevaba con él una convicción férrea: su apellido materno, Barragán, debía quedar en la sombra, pues lo consideraba "de la orilla", un estigma que no quería para sus hijos.
Beatriz, una de sus hijas, lo recordaba como un hombre sabio, y esa sabiduría, al parecer, se reflejaba en su carácter. Tenía un hermano gemelo, con quien compartió la primera identidad de su existencia. Sin embargo, el paso del tiempo le traía una inquietud inevitable: la vejez. Tanto era su temor a verse anciano que, paradójicamente, la muerte llegó por él un día antes del nacimiento de su primer nieto. Partió en 1969, justo antes de cruzar ese umbral que tanto temía.
Flor Dodero: la fe de una estirpe
Juan Félix Poratti y su descendencia
Juan Félix Poratti, o Porrati según algunos documentos, nació en 1879. Fue hijo de Pedro Poratti (o Porrati) y Felisa Maggi, y hermano del dos veces intendente de 9 de Julio, Ramón Natalio Poratti. Bautizado el 12 de marzo de 1879 en esa localidad, tuvo tres hermanos: Fermina (1881), María (1889) y Carlos (c. 1892).
El 28 de julio de 1904, contrajo matrimonio con Ángela Aranda, nacida en 1883, hija de Germán Aranda y Cruz Sánchez. Para 1895, su padre residía en Bragado o Cáseres.
Parece ser que Félix Poratti, en Santa Fe, conoció a Ana Combina, nacida en Carlos Pellegrini el 25 de noviembre de 1899. A pesar de la diferencia de edad de 19 años entre ellos, en la localidad de Sastre concibieron a Elvo Poratti, quien posteriormente fue padre de María Esther Poratti.
Ramón Natalio Poratti y su legado
Hermano de Juan Félix, Ramón Natalio Poratti se casó con Fidelina Doga, con quien tuvo a Adolfo Ramón Poratti, una figura destacada en 9 de Julio. Adolfo Ramón nació el 24 de mayo de 1905 y falleció el 22 de noviembre de 1973. Se casó con María Lassus, descendiente de un hacendado que había llegado a la región en 1884.
Otro de los hijos de Ramón y Fidelina fue Susana Edit Fidelina Poratti, nacida el 16 de septiembre de 1918. Se casó con un hombre de apellido Gornatti y se dedicó a su hogar como ama de casa.
Armando Poratti, nacido el 2 de octubre de 1944 en 9 de Julio, fue parte de esta línea familiar. Falleció el 31 de octubre de 2012 y fue padre de una hija llamada María.
Francisco Pérez y la búsqueda de su origen
Francisco Pérez, padre de mi abuela materna, podría haber nacido en San Sebastián, Pamplona, España. Se sabe que tanto él como su esposa, Eusebia del Río, eran reconocidos por su apego a las tradiciones españolas, asistiendo a fiestas con trajes típicos.
En los censos de 9 de Julio, aparece un Francisco Pérez nacido en 1893. Aunque el año encaja, la duda surge porque vivía en una zona rural con otra familia argentina: Flora Gutiérrez y Froilán Gómez.
A modo de referencia, en el mismo censo figuran otras personas con el apellido Pérez: Manuela Pérez (1886) y Georguina Pérez (1888), además de Cipriano Gutiérrez (1880), Orsoria Gutiérrez (1886) y Eleuterio Gutiérrez (1877). La dificultad de rastrear su identidad radica en lo común de su nombre y apellido.
José Lino Galíndez y su linaje
José Lino Galíndez nació en 1876, hijo de José Lino Galíndez y Justina Rodríguez. Señalaba que su apellido derivaba de "Galindo", lo que ha sido confirmado en registros genealógicos.
El 30 de septiembre de 1907, en el partido de Cañuelas, se casó con Dominga Encarnación Barragán, nacida en 1882, el mismo año en que se fundó la ciudad de La Plata.
Encarnación Barragán era hija de Miguel Fructos Barragán y Encarnación López, perteneciendo a una tradición criolla arraigada en la región.
Colón Pío Dodero
Las impresiones que Dodero dejó plasmadas en sus escritos reflejan el ideario positivista y civilizador de la época. Siguiendo la estela de su predecesor, Roque Salinas, describió con severidad la realidad de Vilú Mallín: un lugar donde los festejos se extendían por días y noches enteras al ritmo incansable de la cueca, con cuerpos jadeantes que se abandonaban a la ebriedad y la danza. No era una simple crónica de costumbres, sino un diagnóstico moral en el que la comunidad aparecía retratada como presa de un atraso atávico, ajena al rigor del trabajo y la disciplina escolar.
"De este atraso intelectual nacen las justamente calificadas orgías que se llevan a cabo en holocausto de tal o cual santo, de tal o cual fiesta, y en ellas se inmola la juventud que participa de los bacanales festines", escribió Dodero, evocando en su denuncia una especie de decadente "Neo Roma Neroniaca" que debía ser extirpada. Su afán de corrección llegó al punto de exigir la intervención policial para reprimir el expendio de alcohol y la supresión de las festividades. Consideraba que la escuela y la fuerza pública, de actuar en conjunto, podrían ser "la catapulta que abatiría los muros donde se enseñorea la corrupción y la crápula".
Desde la mirada de hoy, resulta inevitable observar en estos escritos una tensa frontera entre la convicción de un hombre que creía en la educación como herramienta de progreso y la rigidez de una mentalidad que juzgaba con dureza las tradiciones populares. En su idealismo civilizador, Dodero encarnaba el dilema de muchos docentes de la Argentina profunda: la lucha por alfabetizar y "moralizar" en un terreno donde la cultura escolar era una imposición foránea, un injerto en una tierra que no siempre estaba dispuesta a dejarse domesticar.
No obstante, su legado no se mide sólo en el peso de sus juicios, sino en su obra como educador. A pesar de las lluvias interminables, de los ríos crecidos que cortaban el acceso a la escuela y de la indiferencia de los pobladores hacia la enseñanza formal, Dodero perseveró en su tarea. Quienes asistieron a sus clases, con el tiempo, llevaron consigo algo más que la lectura y la escritura: recibieron el impacto de un hombre que, con todas sus contradicciones, creyó en el poder transformador del conocimiento. En un rincón apartado del mapa, su figura se erigió como un faro de orden en un mar de incertidumbre.
El tiempo ha pasado, y con él las percepciones sobre la "civilización" y la "barbarie" han mutado. Hoy, desde la distancia, Colón Pío Dodero emerge no sólo como un maestro, sino como un símbolo de las tensiones entre dos mundos: el del viejo ideario de la educación como cruzada moral, y el de una cultura que resistió a su domesticación con la misma pasión con la que bailaba cuecas en la noche interminable de la Patagonia.
Tatarabuelos
En la lejana tierra de Ossona, entre las brumas de los Alpes y el murmullo de los lagos lombardos, nació Pedro Francisco—Pietro Francesco en su lengua natal—Porrati, un 19 de junio de 1845. Aquel mismo día fue bautizado, como si el agua y la fe quisieran sellar su destino desde el inicio. Más tarde, el llamado del Nuevo Mundo lo arrancó de su suelo natal. Desde Génova, puerto de despedidas y promesas inciertas, embarcó rumbo a la Argentina, donde habría de echar raíces en la incipiente ciudad de Nueve de Julio, en las amplias llanuras bonaerenses.
A su lado viajó Felisa Maggi, su esposa, quien compartió con él el éxodo y la esperanza. Rozó el umbral del siglo de vida antes de partir, dejando tras de sí el eco de los relatos que aún perviven en las páginas de un periódico local. En ellas, su testimonio da cuenta de la barbarie de los malones, de las noches de vigilia donde la ciudad aún por nacer se estremecía ante el alarido de los indios que irrumpían en su quietud.
Años después, quise entrelazar mi tiempo con aquel pasado remoto. Fui a visitar al tío de mi padre, quien había cumplido un siglo, y le pregunté si en su memoria vivía aún la figura de su abuelo, aquel pionero italiano que había sido testigo de un mundo en gestación. Con emoción me respondió que sí, que había sido su nieto predilecto y que, cuando la vejez y la enfermedad postraron a don Pietro Francesco en el lecho, él mismo lo asistía, llevándole alimento con la devoción de quien sirve a un patriarca.
Me atreví entonces a preguntarle si recordaba alguna historia de su abuelo, un retazo de aquellos años primeros en la Argentina. Y su respuesta trajo consigo el fulgor de una escena digna de leyenda.
Recién arribado al suelo argentino, cuando Nueve de Julio aún no era más que un puñado de almas aferradas a la tierra y a la esperanza, uno de los malones —los cuales no eran eventos excepcionales— irrumpió con su furia implacable. Entre los gritos y el estruendo de la embestida, un indio se dirigía hacia él, blandiendo la muerte en su mirada. En ese instante fatal, don Pietro Francesco no tuvo más arma que su fe: exclamó un único nombre, un clamor desesperado y absoluto:
—¡Cristo!
Y como si aquella invocación hubiera desgarrado un velo invisible, el indio, súbitamente espantado, se detuvo. Un estremecimiento lo recorrió, su fiereza se disolvió en el aire, y sin decir palabra, giró sobre sus pasos y huyó, como si algo superior lo hubiera ahuyentado.
Así quedó grabado el relato en la memoria familiar, como un vestigio de un tiempo en que la frontera entre la vida y la muerte se sostenía apenas en un grito de fe.
...
A la edad de 31 años, Pietro Francesco Porrati, junto a su joven esposa de apenas 20 primaveras, dio inicio a su linaje en la tierra que lo acogió. En 1880, vino al mundo su primogénito, Juan Félix Porrati, seguido, dos años después, por Ramón Natalio Porrati, nacido un 25 de diciembre de 1882, quien con el tiempo habría de gobernar la localidad de Nueve de Julio en la década del cuarenta. Luego llegaron Fermina, en 1884; María, en 1889; y finalmente, en 1892, Carlos Porrati, quien habría de servir como policía en esa misma ciudad, como si la sangre de los Porrati llevara consigo el sino de la custodia y el deber.
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El buque Nord América. En él viajó Pedro Poratti hacia 1880. |
Ramón Natalio Porrati, heredero no solo del nombre sino también del espíritu de su padre, forjó su propia descendencia: Pedro Antonio, Juan Carlos, Armando y Raquel Porrati. De ellos, Armando siguió los pasos de su progenitor y alcanzó la intendencia de Nueve de Julio, dejando su impronta en la historia del pueblo. Su hijo, también llamado Armando, orientó su vida hacia la reflexión y el pensamiento, convirtiéndose en filósofo y catedrático, como si la estirpe de los Porrati no solo edificara ciudades, sino también ideas.
En paralelo a esta rama del linaje, los registros evocan la figura de un tal Silvio Porrati, nacido en Italia y unido a una mujer de apellido Alberti, oriunda de Brasil. Sin embargo, los documentos, siempre imprecisos en su danza con el tiempo, mencionan también a una Emilia Albertelli como su esposa. Quizás el apellido se desdibujó con los años, quizá las voces del pasado se entrecruzaron en las actas y los recuerdos. De esta unión nacieron Germán Porrati, en 1922, y sus hermanos y hermanas: Carmen, Luisa Carlota (quien, nacida un 18 de octubre de 1909, contrajo matrimonio el 16 de junio de 1927, con apenas 18 años), Enriqueta Mercedes (nacida el 29 de mayo de 1914), Anunciada (el 18 de enero de 1917), Américo Pedro (el 11 de octubre de 1918) y Eduardo Héctor (el 2 de febrero de 1920). Germán, a su vez, engendró a Salvador Porrati, y este, a Anabella Porrati.
Pero la sangre de los Porrati no fue la única en mezclarse con la historia. Del otro lado del océano, en la pintoresca localidad de Boccadasse, donde las olas susurran relatos de marinos y antiguas travesías, se alza la historia de los Dodero. Allí, entre redes de pesca y sal marina, nació una familia que habría de dejar su huella más allá de las costas italianas.
Francesco Dodero, capitán genovés de la marina sarda, hijo de Gio Batta (Giovanni Battista) Dodero y María Buzzalino, vio la luz en 1846. Sirvió como comandante en la isla y fuerte de Capraia entre 1846 y 1850, cuando los mares aún dictaban el destino de los hombres. Su nombre, inmortalizado en un documento que lo menciona entre los benefactores de la construcción de un campanario en Génova, sugiere no solo liderazgo en la navegación, sino también en la devoción.
De su linaje nació Colón Pío Celestino Dodero, padre de mi abuela materna (ver supra), acompañado por sus hermanas Amalia y Benedetta Marianna Pia. Y como si el destino de su estirpe estuviera marcado por la migración y la aventura, el capitán Dodero dejó también su huella en la Argentina, donde su apellido habría de resonar en la memoria de quienes lo precedieron.
Así, entre barcos que cruzaron el Atlántico y ciudades que crecieron al borde de la llanura, entre intendentes y filósofos, entre guardianes de la ley y pescadores de antaño, la historia de estas familias se entreteje en un tapiz donde la Providencia tejió pacientemente las familias de hoy.
Tata-tatarabuelos (Generación de 1800-1850)
En las tierras lombardas, donde las campanas de Corbetta repicaban sobre la llanura milanesa, Angiolo Giovanni Porrati y Maria Croce unieron sus destinos un 28 de enero de 1831. De aquel matrimonio nació Pietro Francesco Porrati, cuyo apellido, al tocar suelo argentino, mutó a Poratti, como tantas veces ocurre cuando la historia cruza océanos.
Según Ancestry.com, Angiolo vio la luz en 1805, aunque FamilySearch lo señala en 1810, un desfase que el tiempo, siempre esquivo, se niega a precisar del todo. María Croce habría nacido también en 1810. Angiolo descendía de Gaudenzio Porrati y Giuseppa Barbaglia, mientras que María era hija de Angelo Croce y una mujer de la cual la historia apenas susurra un apellido: Parini.
Tata-tata-tatarabuelos
José Lino Galindo, nacido en 1837, esbozó con su linaje la trama de mi familia materna. Fue abuelo de Mauricio Galíndez, mi abuelo materno, e hijo de Juan José Galindo, nacido en 1787, y de Josefa Romero. Junto a su esposa, Justina Rodríguez, nacida en 1853, tejieron una historia que se enreda con las raíces de esta tierra. Justina era hija de Ignacio Rodríguez y Petrona Romero.
En otro rincón del tiempo, Miguel Fructos Barragán —abuelo materno de mi abuelo materno— fue hijo de Mariano Barragán y Rosa Robustiana Alarcón. Mariano, nacido en 1822 y fallecido en 1880, desposó a Rosa, nacida en 1835, el 19 de marzo de 1854 en el partido de Cañuelas.
Aquí la historia tropieza con una de sus encrucijadas más intrigantes. El escritor escocés Robert Cunninghame Graham, cronista de pampas y gauchos, dejó registrado en uno de sus libros que, hacia 1870, visitó en Ensenada la casa de un tal Frutos Barragán, a quien describe como un viejo gaucho de figura imponente. El dato no pasaría de ser una anécdota de viaje si no fuera porque el nombre “Frutos” o “Fructos” es una rareza entre los registros. Sin embargo, el Miguel Fructos Barragán de mi árbol genealógico tenía apenas 13 años en esa época, lo que parece descartar que se trate del mismo hombre.
Aun así, la coincidencia inquieta. ¿Quién era aquel viejo gaucho de Ensenada? ¿Un pariente lejano? ¿Una pista perdida en el laberinto de la historia? Quizás aún no sea momento de saberlo con certeza. La memoria, como las raíces que se aferran a la tierra.
Etimología de algunos apellidos
El apellido Poratti hunde sus raíces en la toponimia y el oficio agrícola. Un antiguo cuaderno veneciano menciona que Porati tuvo dos sobrenombres: S'ciks'cek (¿Sčiksček?) y Tùna (¿derivado de “túnica” en véneto?). Sin embargo, la etimología del apellido parece emparentarse con la palabra “puerro”, sugiriendo dos posibles significados: “el que planta puerros” o “lugar donde se plantan puerros”.
El apellido Dodero, en cambio, se bifurca en dos ramas con orígenes distintos: una italiana, de donde proviene mi tatarabuelo, y otra francesa. Ambas etimologías permanecen inciertas, aunque la tradición ha tejido relatos en torno a su origen.
Uno de estos relatos narra la historia de unos marineros españoles que, alrededor del año 1000, fueron sorprendidos por una tormenta devastadora mientras navegaban por el mar de Liguria. Sus barcos se hundieron al chocar contra las rocas de una pequeña ensenada, que más tarde recibiría el nombre de Boccadasse. El capitán de aquella embarcación se llamaba Dondero u Ondero, y su apellido habría evolucionado hasta convertirse en Dodero.
El término Ondero podría haber sido una transcripción errónea de Hondero, designando a aquellos soldados de la antigüedad que luchaban con hondas hechas de piel, fibras vegetales o crines para lanzar piedras a distancia. Estos combatientes, conocidos en latín como funditores, eran esenciales en los ejércitos cartaginés y romano, especialmente los provenientes de Baleares, famosos por su destreza.
En el dialecto genovés, Dondero también tiene otro significado: alude a algo macizo y estorboso que limita el movimiento en espacios reducidos. En el ámbito doméstico, hacía referencia a una caja que contenía objetos transmitidos de madre a hija, un legado material y simbólico.
Por otro lado, la rama francesa del apellido Dodero lo vincula con Doder, una forma arcaica de Dodier. Este, a su vez, proviene del antiguo nombre germánico Dodhari, documentado en el siglo IX. Su descomposición revela dos elementos: Dod (“niño” o “pequeño”) y Hari (“guerrero”), sugiriendo el significado de “pequeño guerrero”.
Así, entre naufragios, hondas y tradiciones, el apellido Dodero se despliega en múltiples facetas, oscilando entre la fuerza de los honderos, el peso de los legados familiares y el espíritu de un pequeño guerrero medieval.
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