Cada elemento de la naturaleza, cada objetos que nos rodean e incluso cada una de nuestras mismas acciones son, cada uno de ellos, un reflejo de las realidades espirituales, de realidades mucho más reales que estas realidades que vemos, sentimos y experimentamos.
De ahí que no haya más sordo que el que no quiere oír ni más ciego que el que no quiere ver. Porque más vemos con la luz de nuestra razón que con las pupilas de nuestros ojos. Y más oímos y entendemos con los oídos de nuestra voluntad que con los oídos de nuestra cabeza.
Más gustamos con nuestro saber, que con la lengua, que es reflejo de aquella potencia. Más sentimos con el alma que con nuestra piel, pero esta existe para hablarnos de aquella.
Todo lo que nos rodea nos habla de una realidad superior, si es que lo queremos ver. Porque no hay peor ciego que el que no quiere ver. Los árboles elevan con sus ramas al cielo, como diciéndonos que así tenemos que hacer nosotros también: dirigirnos a lo alto, al Cielo, a Dios, y a él elevar nuestros brazos pidiendo su Gracia. ¿No lo ves?
Ahí tenemos las montañas, que en un momento nos pueden hablar de lo que es el orgullo. Y están las depresiones de los valles, como reflejo de la existencia de las depresiones que pueda sentir tu alma. Más dureza hay en un alma dura que en una roca de la montaña. Más peso hay en un alma, que lo que pesa una montaña. Pero estas cosas nos hablan de aquellas.
Ahí está el volar de los pájaros que muestran cómo las almas de los justos vuelan a Dios. Están los perros como reflejo de la fidelidad; los caballos como reflejo de lo que es la compañía y el servicio. Los gatos con su comprarnos, elegirnos y rechazarnos.
Está el vestido de nuestro cuerpo, que nos dice que nuestra alma también tiene su vestido: la Gracia de Dios. Están los sueños, que con su fuera de espacio y tiempo nos hablan de la existencia del cielo. Y más sueño es la muerte, que la misma muerte.
Ahí están los perfumes que nos dicen que tenemos que ser como ellos: impregnar los ambientes donde vivimos del olor a Cristo. Todo, todo nos habla de Dios, del Cielo, de lo superior.
El llanto de los hombres nos habla de realidades espirituales. Las edades del hombre nos dicen que espiritualmente tenemos edades: la edad espiritual de la leche y la edad espiritual de la carne. La leche y la carne también nos hablan del Espíritu. El ordeñar y el sacrificar también, al menos como medios para alcanzar aquellos.
Los pobres y los ricos, como símbolo de los espíritus ricos y los espíritus pobres.
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Cada elemento de la naturaleza, cada objeto que nos rodea, y hasta cada acción que ejecutamos, son reflejos de realidades espirituales, de verdades más profundas que las que nuestros sentidos pueden alcanzar. Realidades que así se visibilizan y que son más reales que este mundo que tocamos, que miramos, que experimentamos.
Por eso podemos decir que no hay mayor ciego que aquel que no quiere ver, ni mayor sordo que el que no quiere escuchar. Vemos más con la luz de la razón que con nuestras pupilas, y entendemos más con los oídos de la voluntad que con los de la carne.
Saboreamos con el conocimiento, porque la lengua solo es sombra de aquel deleite verdadero. Sentimos más con el alma que con la piel, pero es la piel la que nos recuerda su existencia.
Todo, todo lo que nos envuelve, nos habla de una realidad mayor, si tan solo quisiéramos verlo. Porque no hay peor ciego que el que se niega a mirar. Los árboles, con sus ramas alzadas, nos susurran que también nosotros debemos elevarnos, dirigirnos hacia lo alto, al Cielo, a Dios. ¿No lo ves?
Las montañas nos enseñan sobre el orgullo, y los valles, con su quietud profunda, nos revelan las depresiones del alma. El alma endurecida es más firme que cualquier roca, y su peso, más implacable que el de cualquier montaña. Pero lo visible nos habla de lo invisible.
El vuelo de las aves es reflejo del vuelo de las almas justas hacia Dios. Los perros encarnan la fidelidad; los caballos, la compañía y el servicio. Los gatos, con su naturaleza libre y altiva, nos enseñan a ser elegidos, y también rechazados.
El vestido que cubre nuestro cuerpo es un eco del vestido del alma: la Gracia de Dios. Y en los sueños, que trascienden el espacio y el tiempo, se nos revela un atisbo del cielo. Más sueño es la muerte que la propia vida, pues esta también es un umbral.
Los perfumes nos susurran que, como ellos, debemos impregnar nuestro entorno con el aroma de Cristo. Todo, absolutamente todo, nos habla de Dios, del Cielo, de aquello que es eterno y superior.
El llanto humano es espejo de las realidades espirituales. Las edades del hombre, reflejos de nuestra madurez en el espíritu: hay una infancia del alma, donde se nutre de leche, y una adultez, donde se alimenta de carne. Hasta el ordeñar y el sacrificar son símbolos de lo que el alma debe alcanzar.
Los pobres y los ricos, como almas desnudas ante Dios, nos muestran las riquezas del espíritu y la pobreza de quien se aparta de Él.
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En dos parroquias en las que voy a menudo me cruzo con dos sujetos que viven en la marginalidad. Uno de ellos siempre pide limosna. Es algo molesto. Lo menciono porque este es uno de los puntos que quiero tocar. El otro sujeto se presenta casi como linyera: huele mal, tiene casi siempre los pelos despeinados, no muestra darse cuenta de los momentos en los que hay que guardar silencio, sabe mucho, habla mucho. Incomoda de tanto que habla. Suele tener zapatos rotos. A veces ha ido con pantalones rotos. Suele tener olor a pis de gatos (tiene muchos gatos) y no acepta que se le critiquen el que tenga muchos gatos, cuando él mismo muestra que no tiene para vivir bien. Siempre lleva bolsas llenas de envoltorios y botellas grandes de agua mineral que hace bendecir. Inventa un nombre para cada uno de ellos, así no digo los nombres.
Quisiera relacionar a estos dos sujetos con nuestra alma respecto a Dios.
Dije que uno de ellos pide y pide hasta el cansancio. Al menos a mí me molesta. Pero... ¿no es eso lo que hacen los que piden limosna? ¿Y no es eso lo que hacemos nosotros ante Dios? ¿No somos pobres ante Él? ¿No le pedimos? Si no hubiera gente que pida limosna, no podríamos ver esa realidad espiritual que esconden: que nuestra alma es pobre, y que frente al Señor también pedimos. Aunque a Él nunca molestamos. Y por eso debemos tratarlos como Dios nos trata a nosotros, porque espiritualmente no somos más que ellos.
Respecto al otro sujeto, al que huele mal: ¿no huele así nuestra alma cuando está o cuando estaba en pecado? ¿Podremos presentarnos con harapos en el cielo? ¿No es chocante? ¿No es contradictorio? La gracia es el vestido que debemos vestir. Si no tenemos el vestido de la Gracia, vestimos harapos. Y vistiendo el vestido de la Gracia, debemos ser olor de Cristo, debemos dar su fragancia, no dar feo olor. Como que ambos sujetos están puestos por Dios para hacernos pensar y reflexionar.
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