Sunday 23 July 2017

La historia de Petronilo

Gracias al celo de un misionero se rescató para el cielo un alma, a última hora, como el buen ladrón. He aquí un caso real que sucedió en el verano de 2005 en uno de los pueblecitos serranos que atiende la congregación de Lumen Dei en sus misiones. Se trata de Petronilo, conocido como el ateo del pueblo. Gracias a la Virgen, en la recta final de su vida, dejó atrás la carrera de la perdición y tomó el desvío que conduce al cielo.

Ocurrió esto en uno de los pueblos de Cuenca (España) donde esta congregación atiende pastoralmente. En él palpamos la acción de ese Buen Pastor que dejó las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la extraviada, y de la Divina Pastora que, valiéndose de San Agustín, recuperó a un hijo que se había escapado de su protección maternal.
Un sacerdote misionero remplazaba a los Padres que ordinariamente atienden algunos pueblos serranos de la misión. El primer sábado de mes le avisan al misionero que hay un enfermo en estado terminal.

Su nombre: Petronilo. Su currículum vitae: si hay alguien ateo en el pueblo, ese es Petronilo. La gente presagiaba que moriría impenitente. Lo daban por caso perdido. No contaban con María.
Ante tal panorama no había tiempo que perder. El Padre se dirigió con temor y temblor a la casa de Petronilo. Era primer sábado de mes ¿acaso olvida una Madre al hijo de sus entrañas? Llega el Padre a la casa y la esposa del impenitente le recibe con frialdad y con estas palabras: - A usted también lo echará como a los otros. Poco lo va a aguantar.

Entró el Padre en la habitación del enfermo que le preguntó: -¿No pensará que me voy a confesar? –“No petronilo, si yo vengo a visitarlo. Yo suelo visitar a los enfermitos”.

El misionero comenzó a preguntarle por su trabajo en el campo. Se rieron al hablar del ingente ejército de pulgas y piojos de que se ven invadidos los pastores de ovejas. Le habló de sus manos de trabajador. Así estuvieron cerca de media hora en agradable coloquio, sin mencionar para nada la confesión. Al final el Padre se despidió ofreciendo una próxima visita y le apostilló: -“Yo quiero ser su amigo”. Le impuso una medalla con la imagen de María que el ateo aceptó, y le impartió una solemne bendición.

Ya había entrado en acción la Virgen Santísima. Era ahora cosa de tiempo.
Dos semanas después le avisan al Padre que Petronilo se ha puesto peor. El sacerdote no había podido volver a visitarlo. Ante la posible cerrazón del ateo del pueblo se intentó una salida de emergencia. Oyó decir el Padre que a Petronilo le hubiese gustado ver la imagen de San Agustín de metro y medio que preside el presbiterio de la iglesia parroquial. Seguramente este santo patrono del pueblo le despertaba algún lejano y descafeinado sentimiento de piedad. No había tiempo que perder. El Padre bajó la imagen de la columna, la subió al coche y se la llevó a Petronilo. Al llegar a la casa del enfermo, la esposa al verle llegar con semejante objeto de piedad de metro y medio no quería dejarle entrar. Por fin cedió. Pero le dijo que fuese breve.

El Padre con algunas Hermanas misioneras metieron al Santo doctor de Hipona en la habitación. Las Hermanas le decían dulcemente: -“Don Petronilo, San Agustín ha venido a visitarlo”. Petronilo, el ateo por antonomasia, aquel mismo que las apuestas auguraban que moriría impenitente, nada más ver frente a él la imagen, a la que quizá le rezó cuando pequeño, comenzó a llorar, como sólo lloran los hombretones cuando la gracia ha derrotado sus defensas de impiedad. Se secaba las lágrimas con la sábana, se cubría el rostro de emoción. El Padre hizo uso de sus recuerdos sobre la vida del Santo, de cómo Santa Mónica le enseñaría a rezar a San Agustín, tal como lo haría la madre de Petronilo; y así distintos pasajes de la vida del santo tratando de relacionar la vida del extático del puerto de Ostia con el rudo pastor de la serranía.

Petronilo, izando bandera blanca comenzó a balbucir: -Gracias, muchas gracias.
La batalla estaba ganada, habían triunfado Dios y su infinita misericordia, María y su amor maternal.
El Padre aprovechó la oportunidad: -“Ahora que ha venido San Agustín ¿no será la ocación de confesarse?” De los labios del ateo de oyó: -Sí, quiero confesarme.

El sacerdote mando salir a todos de la habitación y la gracia y la misericordia de Dios fueron derramadas en abundancia, por medio del sacramento.

Lo que ocurrió entre dentro de Petronilo sólo lo saben tres: Dios, Petronilo y el sacerdote misionero. Acabada la confesión, los familiares de Petronilo entraron mirando a todos lados, como queriendo descubrir algo oculto. Petronilo, sereno ya, les decía: -Tranquilos, tranquilos, que estoy muy contento con el Padre.

El Padre agregó: “Como se ha reconciliado con Dios ahora le falta la unción de los enfermos, la Sagrada Comunión y el escapulario”. “¡Démelo todo Padre!” –respondió el ex ateo. “Petronilo –agregó el Padre– le dejo la imagen de San Agustín”. La esposa exclamó: “¡No! ¡Eso se lo llevan!” Así que no hubo más remedio que llevar al santo obispo a su columna.
El Padre fue rápidamente por los sacramentos. Al volver, el enfermo dormía a causa de una fuerte dosis de morfina.

Al día siguiente, lunes, llevaban al enfermo al hospital, a las ocho de la mañana. Pues bien, a las seis y media el Padre y el Hermano montaban guardia fuera de la casa del piadoso Petronilo esperando que se encienda alguna luz. Sobre las siete y cuarto, un grupo de mujeres llegaron para ayudar a preparar al enfermo. Ese fue el momento para autoinvitarse a entrar.

Con buena intención, pero con nula delicadeza, y con todavía menos pericia, intentaban cambiarle la ropa al pobre de Petronilo que gritaba de dolor. El Padre se puso a su lado y el enfermo se aferró fuertemente a su mano buscando apoyo. Las mujeres atribuían los quejidos del enfermo a la presencia del Padre, por eso lo querían echar de la casa. El Padre y el Hermano resistieron y estratégicamente fueron ganando posiciones, hasta que Petronilo se calmó y sonriente le dijo: “Padre ¿cómo está?
La esposa, que no estaba presente, se percató de la presencia del Padre e intentó darle pastillas a su esposo, pero Petronilo gritaba: “¡No me des pastillas, si no, no voy a creer en nada! ¡Yo quiero creer!” Y con fuerza escupía las pastillas una y otra vez. Cada vez que las escupía miraba al misionero y le decía con aire triunfante: “Ya está Padre, ya  está”. El Padre fue su cómplice en la lucha por mantenerse lúcido. Por fin la esposa se rindió.

El ex ateo del pueblo recibió con enorme piedad y recogimiento la Unción de los enfermos y la Eucaristía. Los sacramentos le dieron paz. Puso todo el esfuerzo por responder al ritual haciendo acopio de las pocas fuerzas que le habían quedado de la paliza de las mujeres y de la lucha con su esposa. Esto fue advertido por el ejército de mujeres que había en torno, de modo que empezaron a rezar con el Padre. La batalla estaba ganada para Cristo. Por fin reinaba Jesús en esa oveja por tantos años perdida. Eran las ocho de la mañana cuando recibió a Jesús Eucaristía. Estuvieron hora y media rezando con calma. Se le impuso el escapulario de la Virgen del Carmen. Su Madre del cielo lo cubría con su dulce manto. Por fin Petronilo juntó sus manos y dijo: “Ahora sí que pueden cambiarme la ropa”. Esta vez las mujeres fueron dirigidas por las instrucciones del misionero para que no torturaran al pobre enfermo.

Al acabar todo, el Padre se despedía: “Petronilo, nos tenemos que ir”.
Padre, estoy muy agradecido por lo que hizo por mí. En el cielo le prepararé una fiesta, si no me muero también aquí le prepararé una fiesta.
Petronilo moría una semana después, a la misma hora que había recibido la comunión.
En el funeral la esposa mostró su agradecimiento por lo que el Padre y esa congregación habían hecho con Petronilo: “Vuelvan cuando quieran a mi casa”, les decía. Y reconocía ella misma: “Ha sido la Santísima Virgen quien lo ha salvado”.

Extraído de “Prensa Dominical”, de las ediciones del 26 de noviembre de 2006 y del 3 de diciembre de 2006.

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