El 21 de noviembre se conmemora la presentación de María en el Templo.
La ofrenda que María hizo de sí misma a Dios fue pronta y sin demora, entera y sin reserva.
Jamás hubo ni habrá ofrenda de una pura criatura más grande ni más perfecta que la que María hizo a Dios a la edad de tres años, cuando se presentó al templo para ofrecerle no aromas, ni becerrillos, ni talentos de oro, sino toda su persona en perfecto holocausto, consagrándose víctima perpetua en honor suyo. Ella oyó la voz de Dios que desde entonces la llamaba a consagrarse toda a su amor con aquellas palabras de los Cantares: «Levántate, apresúrate, amiga mía, y ven». Y por esto quería su Señor que desde entonces se olvidase de su patria, de sus parientes y de todo para dedicarse exclusivamente a amarle y complacerle: «Escucha, oh hija, y considera, y presta atento oído, y olvida a tu pueblo y la casa de tu padre». Y ella obedeció así a la voz divina.
Consideremos, pues, cuán agradable fue a Dios la ofrenda que María le hizo de sí misma, porque se ofreció pronta y enteramente, activa y sin tardanza, entera y sin reserva.
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